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La historia de Dédalo e Ícaro es uno de los mitos griegos más hermosos. Abarca referencias históricas relacionadas con la filosofía, como la mención a Sócrates, pero su belleza reside en el transfondo psicológico de los personajes y de sus actos.

Gerhard Holtz-Baumert es uno de los autores que ha recreado la historia, y la versión española de Carmen Bravo-Villasante ganó el premio al mejor libro alemán en 1985.

Los detalles descriptivos nos transportan a un mundo de fantasía, se recrea en nuestra mente un escenario: la Grecia clásica. Comienza con la infancia de Dédalo, y es inevitable cogerle cariño al instante a ese niño inquieto, con molestias de oído y una leve cojera.

Dédalo corre a la pata coja, pero tiene una vista de lince, y unas manos hábiles. Su padre Metión, el sabio, se preocupa por la cojera del niño, pero su abuelo, Eupálamo, el maestro de obras, le dice: “Bien está que veas todo, aunque no puedas correr mucho. Conserva la mirada penetrante, querido Dédalo, y deja que tus ojos vayan más deprisa que tus pies”.

Dédalo crece, y se convierte en un joven escultor. Quiere esculpir al ser humano en movimiento. Es inconformista e inventor. Solitario en su taller, crea herramientas, y sus esculturas móviles que atemorizan a los atenienses, le hacen famoso. Los numerosos encargos le obligan a tener un ayudante, que será el pequeño Talos, hijo de su hermana.

Este personaje lleva a Dédalo a vivir uno de los sucesos más traumáticos de su vida. Dédalo asesina a su sobrino Talos, cegado por la envidia, y abrumado por el rumor de la ciudad. Nunca se llega a detallar si sucede a propósito o no, el hecho queda en una nebulosa. Pero entran en juego sentimientos tan fuertes como la ira, los celos o el dolor.

Más adelante Dédalo huye a Cnosos, donde se pone al servicio del rey Minos y su familia. Aquí se cruza otro mito de la antigüedad grecolatina, el legendario minotauro. Su origen está en Pasifae, la mujer del rey, quien enamorada de un toro, se queda embarazada y da a luz a una extraña criatura mitad hombre, mitad toro.

La cúspide de la historia se encuentra hacia el final. Dédalo es encerrado junto a su hijo Ícaro en el laberinto construido por él mismo para encerrar al minotauro. Un laberinto del que dicen, es imposible salir. Allí pasan una larga temporada, enfrentándose una muerte lenta. Pero un día, Dédalo encuentra la solución inspirado por un sueño. Él y su hijo saldrán del laberinto volando, como pájaros divinos.

Con las plumas que se van encontrando, y la mugre encerada de los muros del laberinto, construyen alas, y finalmente escapan. Dédalo enseña a su hijo a volar; “Vuela siempre a una altura media, no trates de alcanzar las estrellas, para que vueles bien, basta que me sigas”. Pero Ícaro es pequeño y entusiasta, se eleva tanto, que la cera de sus alas se derrite con el calor del sol, y cae al mar.

Dédalo baja la cabeza, y alcanza a ver unas plumas flotando en el mar. En ese momento se da cuenta de la muerte de su hijo. Con un dolor salvaje en el oído, aún batiendo sus alas, Dédalo agoniza, y grita. Pero no dice el nombre de su hijo, sino: ¡Talos!

DÉDALO E ÍCARO

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