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EL MORDISCO DE LA ROSA

Mayka Mouzo Lema

La lejanía de poniente. El sol  se sumergía tras los acantilados. El castillo reposaba sereno y vacío. Quizás el oído atento podría escuchar los fantasmas que merodeaban; ecos de un pasado hambriento y sangriento.
Sangre… No era un vampiro. No. Al menos no se sentía atraído por la sangre; a veces incluso le repelía. Pero el mordisco de la rosa era sublime. Allá, no muy lejos del castillo, en una casa de origen victoriano dejaba reposar sus huesos, ya viejos. Al otro lado, dos millas de distancia, el pueblo susurraba su disimulado ajetreo.  Las rosas se movían con el viento. Rojas. Y al otro lado como desafiándolas, rosas azules.


El azul para él era la libertad. La libertad de los océanos y la majestuosidad de los acantilados. La infinitud del cielo.


Pero el rojo… el rojo era pasión. Y esclavitud. Ser esclavo del deseo y no tener suficientes fuerzas para negarlo, apartarlo… huir.
-“Entonces, la encontré –dijo, demente, a la nada. –Tenía los pies desnudos y la boca roja, como una rosa. Vestía de blanco, como una virgen. Pero no era religiosa, ni creyente. No era de este mundo. Etérea, como un espíritu. Todo el paganismo de las épocas antiguas estaba sumergido en sus ojos oscuros, aterciopelados. Eran caricias voraces. Cálidas. Creo que me enamoré de ella en cuanto la vi. Y al mismo tiempo supe que era imposible”.


“Imposible”. El eco de la palabra retumbó en sus oídos. La desesperanza de la palabra lo hizo sollozar, lastimero.
-“Por aquel entonces, era un hombre apuesto, joven. Capitán de barco y creyente hasta la médula. Todos los dogmas de la religión se clavaban en mis principios, aunque eran impuestos por la época. El castillo ya estaba abandonado, y las leyendas que circulaban sobre él hablaban de maldiciones y muertes. Nadie se atrevía a pisarlo. No obstante, ella lo hizo. Era extrajera, aunque nunca supe adivinar el origen. Aun así, no hablaba demasiado. Se sentaba en las escaleras de adoquines graníticos y miraba el mar, como si lo añorase.
>>Aquel día me fijé en ella y supe que mi destino estaría fijado por sus pasos. Había enviudado a los dos años de casado, mi mujer se había muerto de tuberculosis y su cuerpo reposaban en alguna parte del cementerio. No dejó hijos.
>> De ella decían que era eslava. Otros, que era de los países del sur. Una belleza morena y pálida, con una boca prometedora. Una rosa. Ella me miró ese día. Y bajó la cabeza, lánguida y sumisa. Me conquistó al momento.
El anciano se levantó renqueando y rompió una rosa de los matorrales. La sangre empezó a brotar de su mano. Se había pinchado. Cerró los ojos y siguió contando su historia al viento.


-“Al principio me negué a ella. Era voluptuosa y sensual, la señal del pecado. Sin embargo, su comportamiento empezó a intrigarme. Sentí una curiosidad morbosa, cargada de lujuria. Como si llevara un monstruo dentro, oscuro y peligroso. O como si fuera ella misma la causante de un hechizo en mí. Por las noches se hacía acompañar de mozos jóvenes, la mayor parte labriegos o mineros. De clase baja, la pobreza era plausible en sus ropajes y en sus rostros. Aunque eran vigorosos y vitales. Ella los encandilaba con su mirada y los hacía entrar en el castillo. Me imaginé mil cosas de lo que allí pasaba, y mi mente, febril, me jugaba malas pasadas por las noches, cuando despertaba agotado e inquieto. Solitario como estaba en la casa, alejada del pueblo, me sentía cada vez más turbado y agorero.


>> Pasaron las semanas, y me sorprendí un domingo en la iglesia, durante el responso del pastor, pensando  lujuriosamente en la mujer. En cómo la desnudaría y la cubriría de besos, y cómo dejaría mis dedos resbalar por su cabello azabache. Llegué a la conclusión de que estaba maldito, pero por primera vez quise sumergirme en los infiernos. No obstante noticias ominosas circulaban por el pueblo. Se hablaba de la desaparición de jóvenes en extrañas circunstancias. Nadie asoció ese hecho con la mujer, aunque la idea rápidamente tuvo sentido en mi mente.
>>Esa noche me desperté sobresaltado de nuevo. Olvidaba las pesadillas en cuento volvía en mí, pero sabía que eran oscuras y sangrientas. Decidí acabar de una vez con todos mis males. Me armé de valor y me dirigí al castillo. Cogí un farolillo de aceite y recargué la ballesta, antigua reliquia de familia. El castillo por dentro era húmedo, su ambiente recargado entorpecía la respiración. Escuché sonidos. Eran apagados y al principio no supe distinguir su fuente. Los seguí, con el corazón dando tumbos. Me abrí paso entre las telas de araña y llegué a unas escaleras encaracoladas. Por el rabillo del ojo creí ver un pliego de su vestido perlado.  El sonido se hacía más claro aunque seguía sin adivinar todavía qué lo provocaba. De repente me vino a la mente la palabra “succión”. Subí, lentamente hasta llegar al piso de arriba. Crucé el arco de piedra y apagué la lámpara. La oscuridad se cernió sobre mí. Pero la claridad de una luna creciente entraba por los ventanales desnudos.
>> Nunca podré olvidar el terror que vi allí, en aquella sala. No encontré a la mujer bella que encandiló mis sentidos. Solo a un monstruo, un monstruo que no podía ser de este mundo. Un muchacho yacía en a sus pies. De la “cosa” salían una especie de tubos de lo que podría ser su boca. Al final de cada uno de ellos –eran cuatro- salían tres aguijones que se clavaban en la carne del muchacho. Su nariz era triangular y sus ojos, rasgados y negros. Tétricos.


>>Vampiro.
>>Pero supe, de alguna manera, que aquel  no era el vampiro del que hablaban las leyendas y los cuentos. No. Aquella cosa iba más allá. El olor a putrefacción era insoportable. Forcé más la vista, y a sus espaldas, vi los cuerpos de otros jóvenes que reposaban en el suelo, estertores de muerte. Sin embargo no estaban pálidos y las venas parecían haber explotado con tal fuerza, que la sangre seca cubría sus cuerpos, como si estuvieran en carne viva.
>>El monstruo terminó de alimentarse. Era pequeño, la mitad de mi altura,   y se movía con relativa dificultad. Su piel me recordaba a un reptil, escamosa, rugosa y áspera. Me quedé plantado y rogué por mi vida, pues si me encontraba sabía que estaría perdido. Agarré mi saeta con fuerza y aguanté la respiración. La “cosa” pasó por mi lado pero pareció no darse cuenta de mi presencia. Bajó las escaleras con dificultad hasta que lo perdí de vista, entre la oscuridad. Sin embargo escuchaba sus ecos y su respiración, fatigosa. Me armé de valor, decidido a aniquilar aquella bestia. Lo perseguí y vi cómo se escurría por un hueco hasta  las cuevas subterráneas del castillo, las mazmorras.
>>La luz de la luna era fantasmagórica en aquel lugar. El susurro del viento era un sollozo, un plañido de las ánimas perdidas en este mundo. Seguí a la “cosa” hasta que se paró en frente de un extraño artilugio. Parecía una cápsula y relucía, plateado, con la luna. Tocó algo, no  pude acertar lo que era y se sumergió dentro. Luego volvió a cerrarse. Me acerqué con la ballesta en mano hasta el extraño ataúd . Si en verdad era una especie de vampiro, le clavaría la flecha en el corazón.  Sin embargo el caparazón de la cápsula era tan duro que la flecha jamás hubiera podido entrar.
>>Al fin salí del castillo. Deambulé solitario hasta llegar al pueblo y allí conté la historia. En otra época… en nuestra época, nadie me hubiera creído. Todo el mundo me hubiera tachado de loco y demente. Y puede que lo estuviera. Pero por aquel entonces, la gente común creía en las leyendas, en lo oculto, y cuanto más descabellado, parecía más verosímil. Se juntaron todos los hombres de cada casa, y armados con antorchas decidieron aniquilar el monstruo. Allí vieron los cuerpos de los muchachos, tal y como yo les había contado. Presos del pánico, decidieron acabar con los cimientos del castillo y prender fuego a la bestia. El fuego, algo primitivo y destructivo, quizás lo más destructivo. Puede que lo más efectivo. El castillo ardió todo lo que allí había dentro.
>>Los hombres rezaron por las almas de los muchachos. Sin embargo, cuando el castillo estuvo en llamas, no se dieron cuenta que algo salía de alguna parte. Algo no demasiado grande, un destello plateado.  Subía alto y se perdía en el cielo, como si fuera una estrella.
>>Después de aquel episodio, decidí huir lejos. Me embarqué de nuevo como capitán en un trasatlántico de lujo. Allí escuché historias, inverosímiles, quizá ninguna de ellas real.  Pero allí me sentía en paz y a salvo de cualquier monstruo. Incluso en mitad del océano. Me llamó la atención una historia en especial, de un hombre italiano. Hablaba, supersticioso, del terror que proviene de las estrellas. De monstruos que se encuentran más allá de nuestro sistema solar y bajan para esclavizar a las personas. Someterlas y aniquilarlas. De extraños meteoros de plata y de muertes inexplicables.
El hombre se sentó de nuevo y besó a la rosa. Pensó en la mujer y volvió a imaginarla desnuda, con el cabello cayendo por su espalda. Sonrió, enajenado.

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